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ESOS METEORÓLOGOS MALDITOS
22/02/2009
XLSemanal 1113
Debo algunos malos ratos a los meteorólogos. Es cierto. Pero no les echo la culpa de mis problemas. Hacen lo que pueden, lidiando cada día con una ciencia inexacta y necesaria. Me hago cargo de la dificultad de predecir el tiempo con exactitud. Nunca esa información fue tan completa ni tan rigurosa como la que tenemos ahora. Nunca se afinó tanto, aceptando el margen de error inevitable. Un meteorólogo establece tendencias y calcula probabilidades con predicciones de carácter general; pero no puede determinar el viento exacto que hará en la esquina de la calle Fulano con Mengano, los centímetros de nieve que van a caer en el kilómetro tal de la autopista cual, o los litros de agua que correrán por el cauce seco de la rambla Pepa. Tampoco puede hacer cálculos particulares para cada calle, cada tramo de carretera, cada playa y cada ciudadano, ni abusar de las alarmas naranjas y rojas, porque al final la peña se acostumbra, nadie hace caso, y acaba pasando como en el cuento del pastor y el lobo. Además, en última instancia, en España el meteorólogo no es responsable de la descoordinación de las administraciones públicas –un plural significativo, que por sí solo indica el desmadre–, de la cínica desvergüenza y cobardía de ministros y políticos, de la falta de medios informativos adecuados, de los intereses coyunturales del sector turístico-hotelero, de la codicia de los constructores ladrilleros y sus compinches municipales, ni de nuestra eterna, contumaz, inmensa imbecilidad ciudadana.
Hay una palabra que nadie acepta, y que sin embargo es clave: vulnerabilidad. Hemos elegido, deliberadamente, vivir en una sociedad vuelta de espaldas a las leyes físicas y naturales, y también a las leyes del sentido común. Vivir, por ejemplo, en una España con diecisiete gobiernos paralelos, donde 26.000 kilómetros de carreteras dependen del Ministerio de Fomento y 140.000 de gobiernos autonómicos, diputaciones forales y consejeros diversos, cada uno a su aire y, a menudo, fastidiándose unos a otros. Una España en la que el Servei Meteorològic de Catalunya reconoce que no mantiene contacto con la agencia nacional de Meteorología, cuyos informes tira sistemáticamente a la papelera. Una España donde, según las necesidades turísticas, algunas televisiones autonómicas suavizan el mapa del tiempo para no desalentar al turismo. Una España que a las once de la mañana tiene las carreteras llenas de automóviles de gente que dice que va a trabajar, y donde uno de cada cuatro conductores reconoce que circula pese a los avisos de lluvia o nieve. Una España en la que quienes viven voluntariamente en lugares llamados –desde hace siglos– La Vaguada, Almarjal o Punta Ventosa se extrañan de que una riada inunde sus casas o un vendaval se lleve los tejados. Por eso, cada vez que oigo a un político o a un ciudadano de infantería cargar la culpa de una desgracia sobre los meteorólogos, no puedo dejar de pensar, una vez más, que nuestro mejor amigo no es el perro, sino el chivo expiatorio.